Confiando en el amor Compasivo de Dios

Gary Wilkerson

Todos conocen el concepto bíblico de Tierra Prometida; el lugar de llegada para las personas que buscan libertad, alivio de la esclavitud y el gozo de una vida bendecida. La Tierra Prometida original fue un regalo que Dios le dio al antiguo Israel: un lugar literal llamado Canaán, una tierra fértil llena de frutos de gran tamaño y ríos que fluyen. Era el objeto de los sueños de los israelitas, un pueblo que había sido derrotado y exiliado durante generaciones.

Cuando los hijos de Israel llegaron a la frontera de Canaán, Dios le hizo una declaración inusual a Moisés: “([Sube] a la tierra que fluye leche y miel); pero yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz” (Éxodo 33:3).

Esto puede sonar duro, pero en contexto, es todo menos duro. Dios había liberado a Israel de cuatrocientos años de esclavitud en Egipto. Ahora, en la cúspide de su entrada a la Tierra Prometida, Dios hizo la sorprendente declaración de que no iría con ellos. Incluso después de todas las cosas milagrosas que Dios hizo por los israelitas, ellos se quejaban cada vez que enfrentaban una nueva dificultad: los milagros que Dios realizó por ellos nunca se tradujeron en fe. Cada vez que Moisés se daba la vuelta, el pueblo amenazaba con rechazar a Dios y abandonar su guía.

Pero la fe de Moisés era diferente. Él conocía la bondad de Dios, como se demuestra en todas sus obras sobrenaturales para Israel. De hecho, el favor del Señor hacia su pueblo parecía insondable, inacabable, ilimitado. Sin importar el obstáculo que ellos enfrentaban o cuán imposible parecía, Dios les daba victoria todo el tiempo. Moisés se maravilló del carácter de Dios que misericordiosamente realizaba todas estas cosas en favor de ellos y dijo: “Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí” (Éxodo 33:15).

Moisés había descubierto una valiosa verdad; él sabía que aunque Dios había provisto maná del cielo y agua de una roca, estas bendiciones vitales no eran el objetivo de estas experiencias. Más bien, confiar en el amor compasivo de Dios, conocerlo íntimamente, era lo que realmente importaba.

“Te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos” (33:13).

¿Qué anhela tu corazón? ¿Tu principal sueño es por cosas materiales? ¿O es la esperanza de la gloria de Dios? No dejes que nada, ni siquiera las cosas buenas, te ciegue a la gloria de su presencia.