Buscando la Belleza de Jesús

David Wilkerson (1931-2011)

Jesús vino a la tierra como un hombre, Dios en carne, para poder sentir nuestro dolor, ser tentado y probado como nosotros, y mostrarnos al Padre. La Escritura llama a Jesús, la imagen misma (es decir, la semejanza exacta) de Dios. Él es la misma esencia y sustancia de Dios el Padre (“siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” [Hebreos 1:3]). En resumen, él es “igual que” el Padre en todos los sentidos.

Hasta el día de hoy, Jesucristo es el rostro de Dios en la tierra. Y gracias a él, tenemos una comunión ininterrumpida con el Padre. A través de la cruz, tenemos el privilegio de “ver su rostro”, de tocarlo. Incluso podemos vivir como él, testificando: “Yo no hago nada excepto lo que veo y escucho del Señor".

“Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Salmos 27:8). Dios le dio esa respuesta a David cuando ese hombre piadoso estaba rodeado por una multitud de idólatras. Hoy, cuando Dios dice: “Busca mi rostro”, sus palabras tienen más implicaciones que en cualquier otro momento de la historia.

Como amantes del Cristo del Calvario manchado de sangre, buscarlo debe convertirse en nuestro único y consumidor deseo en la vida. Nuestra única misión es estar en comunión continua e ininterrumpida con el Cristo de la gloria: buscar e inquirir en su Palabra la belleza de Jesús, hasta que lo conozcamos y Él se convierta en nuestra plena satisfacción.

Hacemos todo esto con un propósito: ¡que seamos como él! Que seamos su imagen misma para que quienes buscan al verdadero Cristo lo vean en nosotros. Todo evangelismo, todo el ganar almas, todos los viajes misioneros son en vano a menos que contemplemos el rostro de Jesús y seamos continuamente transformados a su imagen. Ningún alma puede ser tocada excepto por tales cristianos. Y Jesús nos ha llamado a reflejar su rostro en un mundo perdido que está confundido acerca de quién es él.

A medida que vemos que las cosas a nuestro alrededor se vuelven cada vez más caóticas, el Espíritu Santo susurra: “¡No te desesperes! Tú sabes cómo va a terminar todo esto. Los cielos se abrirán y aparecerá el Rey de reyes y Señor de señores”.

¡Toda rodilla se doblará en aquel día en que contemplemos su rostro!